
Este 2020 mi papi cumple 84 años. Desde que tengo uso de memoria, cada domingo él se encarga de hacer las compras para la casa y actualmente es la única tarea pesada que conserva. Con él aprendí que el truco para conseguir muchas cosas en la vida radica en pedirlas con una sonrisa en el rostro y que usualmente las personas reaccionan mejor si ven interés sincero cuando les preguntas «¿cómo estás?». Recuerdo que cuando era pequeña e íbamos a la plaza a comprar pollo, él le decía a la casera: «hola mi reina, ¿cómo has estado?» y ella, sin excepción, le respondía con un piropo antes de entregarle con mucha buena vibra el pedido de un pollo entero cortado en piezas y sin piel (por el colesterol).
También recuerdo que cierto domingo hace aproximadamente un año fuimos al mercado y, por algún motivo que ahora he olvidado, me retrasé un poco y él tuvo que cruzar la pista solo. Era una de esas esquinas en que hasta uno siendo joven debe tener cuidado pues el pase de los vehículos no queda muy claro (de esas en que hay dos semáforos y cuando uno se pone en verde permite que los autos elijan dos vías). En el momento en que mi papá cruzaba, un conductor, sin prender la luz intermitente, volteó a la derecha y se topó con él. El conductor, lleno de ese espíritu malsano que parece apoderarse de los choferes en el Perú, empezó a tocar el claxon como loco y a gritarle para que avance. Mi papá respondió diciéndole que no había puesto la intermitente, a lo que el energúmeno contestó: «Calla viejo de mierda», pisó el acelerador y huyó. Aún ahora siento la indignación que me embargó en el momento; hasta ese entonces no había caído en cuenta de cuán irrespetuosos y faltos de empatía podemos llegar a ser.
Me gustaría decir que fue un caso aislado, pero no. El año pasado, en otra de nuestras excursiones domingueras en busca de provisiones para la casa, fuimos a un mercado que queda cerca a donde actualmente vivo. Era la primera vez que yo iba acompañándolo a ese lugar. Él cargaba bajo el brazo una bolsa de tela grande que usamos para las compras (no usemos plástico por favor). Entramos y él le preguntó a la señora del puesto de frutas el precio de la naranja; ella se lo dió. El principal motivo que hace que mi papá haga las compras es que es mucho mejor administrador que cualquiera de los miembros de la familia (más incluso que mi hermano que estudió para eso). Evaluó el precio y la calidad del producto y me dijo: «no, vámonos, está muy caro». Estábamos casi fuera del lugar cuando escuché a la señora que hacía unos momentos era toda miel, decirle en voz alta a su compañera: «tremenda bolsa y ese viejo no compró ni mierda». Mi papá no oyó, yo sí. Regresé sobre mis pasos y llena de indignación le pedí que repitiera lo que había dicho. Como era de esperarse, pues en muchos casos los «vivos» suelen ser también cobardes, balbuceó una respuesta tonta, se puso roja y no plantó cara. «Aprenda a respetar a los mayores» dije, y me fui. Llegué a casa pensando en que si lo habían tratado así estando yo con él, cuántas cosas no le habrían dicho y hecho estando solo. Al contarle a mi mamá lo que pasó, ella me dijo que no era la primera vez que alguien le había faltado el respeto de esa forma, aludiendo a su edad, como si ser anciano fuera un insulto.

Traigo esto a colación porque la coyuntura nacional actual me hizo recordar mucho a lo que pasa con mi papá. Todos los días veo en las noticias a personas haciendo caso omiso a la indicación de quedarse en casa. Y no es desobediencia permitida y justificada, como la que tienen los médicos o miembros de la policía, sino una desobediencia malcriada, del tipo de «mientras yo esté bien, no me importan los demás».
Veía en la televisión a un periodista preguntándole a una señorita las razones por las que iba rumbo a la playa pese a la cuarentena decretada el domingo por el gobierno…»yo estoy bien», respondió. Él, pacientemente (unos capos algunos periodistas) le explicó que los síntomas del virus podían tardar incluso quince días en presentarse, que ella podría estar infectada sin saberlo y, de ser así, yendo a la playa podría infectar a muchas personas más. «Hay que tener fe», respondió la criminal señorita en cuestión. Palmas para ella (pero en el cerebro a ver si reacciona por favor).
Lo cierto es que el coronavirus es una enfermedad que pone a prueba esa capacidad de la que tanto nos ufanamos al decir que somos un ser superior a los demás: la racionalidad. Eso, y nuestra capacidad de vivir en comunidad, de ser empáticos, de comprender que no basta con que nosotros nos sintamos bien, sino de asegurar que aquellos que son más vulnerables que nosotros también se encuentren protegidos.
Porque es probable que tú, que me estás leyendo ahora y estás entre los 20 y 40 años, al ser contagiado por el virus pases un mal rato por los síntomas, tengas fiebre y se complique por los problemas respiratorios, pero si eres una persona fuerte (tal como deseo desde el corazón que seas) lo superarás, te repondrás y seguirás adelante. Pero si no te cuidas, si no te quedas en casa, si no respetas la cuarentena, serás tan igual a ese chofer energúmeno gritándole a mi papá «calla viejo de mierda» con el claxon a todo volumen sin pensar en que cuando los músculos envejecen no responden igual.
Esto es un pedido para que se cuiden, en primer lugar por ustedes, pero sobre todo por los que no tienen la misma fuerza para resistir; por los ancianos, por las personas enfermas, por aquellos con complicaciones respiratorias. Demostremos que sabemos vivir en comunidad, que de verdad, en serio, somos racionales.
¡Ah! Y antes de que lo olvide, ya bajémosle al tema del papel higiénico y las noticias falsas en la red.